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Primer paso: ir a la comisaría a denunciar la pérdida del pasaporte. Creo que puedo incluir esta experiencia en el top de momentos inquietantes de mi vida. Mientras María rellenaba un formulario contando la incidencia, llegó un hombre a la planta en la que estábamos, con aspecto de haber estado bebiendo durante toda la noche, exigiendo a gritos que le metieran en la cárcel (hablaba inglés, por lo que pudimos seguir el diálogo). A las peticiones del policía para que se calmase, él seguía insistiendo: “Llevo toda la noche pidiéndolo, ¡quiero que me metas en la cárcel!”. En cuanto María firmo, salimos por patas, poniendo de por medio la mayor distancia posible con ese individuo.

Segundo paso: la embajada española en Atenas. Aquí las instalaciones fueron un poco más acogedoras. Tardaron en recibirnos pero, con el calor que hacía fuera, no tuvimos ningún inconveniente en esperar en una sala con aire acondicionado y un dispensador de agua. Finalmente, Isaac y María fueron recibidos por la persona adecuada, mientras los demás usábamos el wifi para buscar vuelos asequibles para María en caso de no poder cruzar Bulgaria y no poder continuar en tren.

Cuando tanto tiempo esperando ya no auguraba buenas noticias, Isaac y María volvieron triunfantes, con un salvoconducto en sus manos que permitía a María viajar por toda Europa, incluyendo zona no-Schengen. ¡Objetivo conseguido!

A partir de ahí, el viaje fue rodado. Por supuesto, seguimos conociendo gente peculiar, durmiendo en el suelo y esperando que la suerte estuviera de nuestra parte en algunas ocasiones. Pero, después de la siesta que nos pegamos en unos bancos del Jardín Nacional de Atenas, después de haber vivido una aventura retrocediendo sobre nuestros pasos para poder cruzar la frontera, todos los problemas se habían vuelto significativamente más pequeños.

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Llegamos a la estación del pequeño pueblo griego a la hora prevista. El tren debía pasar en la próxima media hora. Pasó más de media, y más de una. Matamos el tiempo con algunas dinámicas de escritura y mímica, explorando el entorno (vías de tren, y poco más) y calculando cuánto tiempo nos estábamos desviando del planing por esta vuelta hacia atrás.

Casi dos horas después, el tren por fin llegó. Tres horas hasta Tesalónica, donde debíamos comprar los billetes para el tren nocturno hacia Atenas. La parada fue del tiempo justo para comprar algo de comer, conseguir los billetes, y hacer el transbordo. Un único problema: el tren hacia Atenas estaba lleno. Ni un solo asiento disponible para esa noche.

No conseguir llegar a Atenas el lunes a primera hora, implicaba un día más de retraso en nuestro plan y, posiblemente, no llegar a París (última ciudad objetivo antes de volver a casa). Con muy poco tiempo para tomar la decisión, Isaac decidió arriesgarse, y compró billetes para ese mismo tren, pero 24 horas más tarde, con la esperanza de que el revisor no estuviera demasiado atento, y no se diera cuenta de que los billetes no correspondían al día en el que estábamos viajando.

Por una vez en las últimas horas, la suerte estuvo de nuestra parte, y nuestros billetes fueron aceptados. Eso sí, un tren lleno, significa que el único “asiento” posible es el espacio entre los baños y la unión entre vagones, un sitio no muy cómodo para pasar la noche, ni para intentar conciliar el sueño. Entre historias mitológicas, compañeros de viaje argentinos y turnos para usar la butaca plegable del pasillo, las horas pasaron, y nos acercamos a la capital griega.

Menos que más descansados, llegamos a Atenas al mismo tiempo que se apagaban las luces nocturnas, y el sol salía en el este de Europa. Las próximas horas iban a ser cruciales, pues dependíamos de la buena gestión de la embajada para que María pudiera seguir (o no) el viaje con nosotros…

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Viajamos siempre por sitios bastante “civilizados”, normalmente urbanizados, pero de vez en cuando tenemos encuentros con animales que nos alegran el día: Ratones entre las vías de los trenes de la estación de Milán, osos negros que trepan a los árboles en British Columbia, el mapache de la papelera en Montreal, ciervos en los prados de Chequia, ardillas junto a la playa en Fuerteventura, alces caminando junto a la gente en el Gran Cañón, castores en los lagos canadienses, zorros paseando por el centro de Berlín, serpientes en los baños de un camping en Quebec, delfines y ballenas en las aguas de Tenerife, corzos en las carreteras de León, las pardelas que no nos dejaban dormir en el desierto de Fuerteventura… y el premio a los animalitos mejor recordados es para las ratas peleando por la comida mientras dormíamos en la calle en Lyon.

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Una de las excursiones más populares de cada verano en Irlanda es el viaje a Dundalk el día de las carreras de caballos. Además de los espectaculares animales, disfrutamos un montón con la emoción de jugarnos 1 euro a nuestro caballo favorito, y con la puesta en escena de todos los asistentes: junto al premio al mejor jinete, está el premio a la mejor dama, por lo que muchas de las mujeres asistentes van emperifolladas de pies a cabeza, sin importar el frío, el viento o la lluvia.

Personalmente, nunca he conseguido averiguar la fórmula para ganar dinero en estas carreras apostando lo mínimo. Si el caballo es muy bueno, y todas las casas de apuestas están de acuerdo, se paga como máximo al doble de lo apostado (de 1 euro, a 2, me dejan igual). Por otro lado, están las suculentas ofertas de 50/1, en las que siempre acabo cayendo: ¿te imaginas sacar 50 euros solamente apostando 1? Por supuesto, la paga es tan alta porque, sin fallo, ese caballo queda el último. También está la estrategia de escoger el nombre más gracioso. Hasta la fecha, ni Melissandre, ni Lucky Charm, ni Ganador, me han servido de nada.

En 2016, las dos niñas más pequeñas del grupo (11 años) estaban bastante disgustadas porque no les habían dejado apostar debido a su edad. Me pidieron por favor por favor que lo hiciera por ellas, que me devolverían el dinero. Me dieron tanta ternura que les dije: “No os preocupéis, yo lo pago, pero la ganancia es toda vuestra!”. No quería quitarles la ilusión… Eligieron las dos el mismo caballo. “¡Este! Nos gusta el nombre”. Me fui a buscar algo de comer, y al volver, las vi corriendo en mi dirección con una sonrisa de oreja a oreja. “¡Hemos ganado 25 euros! ¡¡Cada una!!” Me quedé sin palabras. La suerte del principiante, supongo.

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Vivimos en un entorno de naturaleza domesticada y sin peligros. Los animales peligrosos han sido exterminados hace tiempo de la proximidad de los humanos. A eso estamos acostumbrados y cuando te encuentras un cartel en una sólida señal metálica que dice “Peligro, serpientes de cascabel” se te queda la expresión un poco descolocada. Esto ocurría en un refugio para tornados en Texas.

Unos días más tarde el cartel daba más miedo, estaba escrito a mano en un papel, junto a un camino de tierra que parecía llevar a un grupo de casas en medio del desierto. Ofrecía una recompensa de 500 dólares a quien le diera información sobre alguien que había estado merodeando por las propiedades y había robado… parece que el sistema policial no funcionaba demasiado bien por aquellos parajes.

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En tierra de nadie, con el grupo reunido de nuevo, tocaba explorar nuestras alternativas. De aquella no había roaming, así que encender los datos para buscar información en la otra punta de Europa no era la opción más atractiva. Nos fuimos a lo básico: preguntar. Como he dicho, tierra de nadie; podíamos elegir entre el casino o la garita policial de la frontera. Optamos por lo segundo, y el guarda nos indicó que, si seguíamos andando por la carretera unos 2 km, había una tienda de ultramarinos que a lo mejor podría indicarnos mejor. Pues al lío.

El primer tramo fue fácil, pues seguíamos con la adrenalina de haber sido deportados, y la carretera era amplia y fácil de seguir. En la tienda, compramos algunas provisiones, y preguntamos por algún sitio para pasar la noche. Se me había olvidado mencionar que era sábado a mediodía, por lo que nos señalaron un pueblo cercano (otros 2 km), pero nos recomendaron darnos prisa, pues si la posada no estaba abierta, era difícil encontrar otras tiendas o servicios el sábado por la tarde y el domingo.

Caminamos, menos alegres, y llegamos a un pequeño pueblecito griego, el último antes de la frontera. Casas blancas y pequeñas, una iglesia con un bonito campanario y, por suerte, una casa de huéspedes que estaba abierta y ¡tenía habitaciones! Sebas, el dueño, nos acogió con los brazos abiertos, nos enseñó el huerto de la parte trasera, y nos dio permiso para sentirnos como en casa.

Esta parte fue el oasis de la aventura: como hasta el domingo por la tarde no pasaba ningún tren por la estación más cercana (a unos 10km del pueblo), nos dedicamos a dormir, pasear, grabar vídeos memorables y jugar con los perros de la casa. Sebas nos prometió dos taxis para el día siguiente, que nos dejarían en la estación antes de las 5, momento en el cual debía pasar un tren en la dirección que queríamos.

Ya habíamos decidido que la opción más lógica era ir hasta Atenas (con transbordo en Tesalónica), para llegar a la embajada española, y pedir un salvoconducto que le permitiera a María seguir el viaje sin pasaporte. En teoría, no era un trayecto muy complicado. Pero la práctica, en un interrail con Ice Forest, es otra cosa…

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Los que trabajamos con jóvenes debemos ser gente muy confiada, somos capaces de establecer relaciones de la nada. En uno de los inter-railes, sabiendo que quería pasar por Cracovia, busqué alguna organización juvenil con la que poder inter-actuar. Busque por internet y mandé algunos correos explicando las intenciones. De uno de esos correos me llegó una referencia positiva, a un trabajador social le pareció buena idea juntar dos grupos de adolescentes para compartir algo de tiempo. Después de intercambiar algunos correos quedamos para vernos cuando pasáramos por Polonia. La primera noche la pasamos por nuestra cuenta en un albergue en el centro de Cracovia y en la segunda teníamos que coger un autobús al mediodía y llegar hasta el final de la línea, donde nos estarían esperando.

El viaje en bus se hizo muy muy largo. Primero salir de la ciudad atascada llevó su tiempo, después el autobús paraba en cada bendito pueblo que había en el camino. La última hora la pasamos muy entretenida con la expectación de que la siguiente parada ya sería la nuestra. Sólo conocía al líder del grupo polaco de un par de correos y los chicos empezaron a tomarme el pelo con la opción de que nos estuvieran gastando una broma, que al final de la línea no había nadie. Las paradas seguían pasando y finalmente nos quedamos solos en el autobús, en ese momento el cachondeo ya era total. El conductor no hablaba inglés pero nuestro amigo había hablado con él y sabía perfectamente cual era nuestro destino, por gestos nos decía, que estuviésemos tranquilos, que todavía nos quedaba una parada más. Por fin llegamos, y fue genial. Nos estaban esperando con carteles con banderas y corazones pintados, unos 10 jóvenes polacos con los que pasamos una noche de acampada en la casa de campo del monitor. Nos hicieron una barbacoa, jugamos, bailamos, nos hicimos una ruta por el monte… y descubrimos cuánto tenemos en común con Polonia.

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Verano 2014, interrail con un objetivo inexplorado hasta la fecha: Grecia. Para llegar a las tierras Helénicas, abandonamos temporalmente el tren como medio de transporte, y pasamos la noche en un barco que nos llevó desde el puerto de Ancona (Italia) hasta el de Patras (Grecia). La llegada a este país repleto de historia fue bastante amena y divertida, pero no podemos decir lo mismo de la salida.

Después de una noche en un apartamento con unas condiciones de limpieza bastante discutibles (momento álgido para algunos), y un día empapándonos de las maravillas arquitectónicas y la magnificencia del Acrópolis, nos embarcamos de nuevo en nuestro viaje, dirección Bulgaria, con destino Polonia. Tren cómodo, de compartimentos, y con uno solo para nosotros (menos mal, porque teníamos que pasar la noche). Sobre las 9 de la mañana, el tren se detiene, porque estábamos cruzando la frontera con Bulgaria, y al estar fuera de la zona Schengen, había un control obligatorio de pasaportes.

Sin problema, no vamos de ilegales ni nada por el estilo… Cuando una revisora (con los labios perfectamente pintados) llega a nuestro compartimento, sacamos todos los pasaportes para enseñarlos. Mejor dicho, todos menos uno. En algún punto, María había dejado de tener su pasaporte en la mochila, y no tenía el DNI ni ningún otro documento válido. Los revisores nos dieron de margen hasta que terminaran la ronda por el tren para encontrar el pasaporte, y si no, tendríamos que bajarnos del tren.

Después de 15 minutos vaciando y volviendo a llenar su mochila, llegamos a la conclusión de que, efectivamente, el pasaporte estaba perdido. Así que, con la cabeza bien alta, dijimos adiós a los amables revisores, y bajamos del tren. Cuál fue nuestra sorpresa cuando había un coche patrulla esperando a la salida para, literalmente, deportar a María hasta el punto exacto donde el terreno dejaba de ser búlgaro y volvía a ser griego. El resto no tuvimos tanta suerte de vivir esa experiencia, y tuvimos que cruzar la frontera a pie.

La situación era la siguiente: estábamos en una frontera que no podíamos cruzar, sin ningún tipo de plan o de embajada cercana, y lo único que teníamos a la vista era un casino. La aventura acababa de empezar.

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Cuando se buscan alojamientos particulares no hay estándares para asegurar la calidad. Nuestra primera vez en Atenas se convirtió en un recuerdo épico.

El día había sido muy largo, después de una noche en ferry llegamos a Patrás a mediodía, taxi hasta la estación de autobuses, y después de un par de horas de autobús llegamos a Atenas al final de la tarde. La estación de autobuses resultó bastante estresante, mucho calor, muchos autobuses, mucha gente, mucho humo… se estaba haciendo de noche y no teníamos confirmación de nuestro alojamiento de esa noche. Esperamos, preguntamos, llamamos por teléfono, finalmente llega la confirmación de nuestra reserva, hablo con Antonio y buscamos el transporte para llegar hasta nuestro alojamiento, primero un autobús que nos llevará hasta una parada de metro y un breve paseo por calles oscuras hasta llegar al objetivo. La casa estaba bien situada para coger transporte público, las fotos no decían gran cosa, era barata… esa fue la opción.

La casa de Antonio: Sin duda alguna el punto álgido de nuestro viaje, una experiencia difícil de olvidar y de creer. Cuando se abrió la puerta encontramos a Antonio, un tipo grande y barbudo de pelo largo, detrás del cual aparece la cocina. No recuerdo si había moscas volando, lo que es seguro es que si las hubiera habido, habrían tenido serias dificultades en aterrizar en una superficie despejada… Era la cocina más desordenada que he visto nunca: botellas vacías por todas partes (de alcohol y refrescos), restos de comida, platos sucios en la mesa, en el fregadero, encima de la cocina, bolsas de plástico, vasos con colillas, paredes grasientas, suelo pegajoso… Toda una experiencia para los sentidos.

Comimos algo de lo que nos quedaba de la última compra y Antonio nos ofreció comida que había por la cocina, lo cual daba un poco de miedo, pero parece que no había animalitos en las sardinas ni en la sandía. Me pasé unas cuantas horas de sobremesa charlando en la cocina con algunos de los huéspedes (una pareja francesa, una chica alemana y otra americana) y con Antonio, que era un anfitrión encantador, muy educado, atento, con buena conversación. Una conversación muy útil para comprender a los griegos y su situación. Sobre las dos de la mañana nos fuimos a dormir, después de haber arreglado todos los problemas del mundo.

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Es normal que cuando vas a un país desconocido, tienes 14 años y no estás acostumbrado a vivir entre fauna salvaje, una de las cosas que más te llamen la atención al leer información sobre el campamento al que vas es esta: en Canadá, hay mapaches.

Del grupo de 7, todos sin excepción habíamos reparado en esa pequeña nota que decía “cuidado con tener comida en las tiendas de campaña, los mapaches podrían entrar (y atacar) para llevársela”. ¡Sí, claro! Todo el mundo sabe que eso lo dicen para que no te lleves más chocolatinas de la cuenta, y no sustituyas la comida de la cantina por un montón de azúcar. En los campamentos ¡no hay animales salvajes!

Bastó una sola tarde en Montreal para aprender de golpe que si en Canadá tienen precaución con estos animalitos, es por algo.

Paseo vespertino por el parque Mont-Royal, corazón de la ciudad, que lleva a un mirador con unas vistas estupendas de su skyline. El camino de subida atraviesa un bosque, con tramos más o menos frondosos, pero bastante urbanizado, con un camino delimitado, papeleras y fuentes.

Quizá por la novedad de todo alrededor, íbamos con los ojos super abiertos, atentos a cualquier detalle que pudiéramos retener en la memoria. De repente, algo llamó mi atención a un borde del camino: la papelera se estaba moviendo. Di una alerta leve: “Chicos, ¡hay algo en la papelera!”. Temerarios de más, en vez de seguir hacia delante, nos acercamos al objeto “inanimado”, y cuando estábamos a apenas un metro, dimos un respingo y todos exclamamos a la vez “¡¡HAY UN MAPACHE EN LA PAPELERA!!”.

El bufido del animal sirvió para que avanzáramos los siguientes 50 metros corriendo y sin mirar atrás. Hicimos bien, pues el mapache no tenía mucha cara de querer ser amigos… En seguida nos dio un ataque de risa, por haber sobrevivido a nuestro primer asalto en la ciudad. Y lo más importante, aprendimos la lección: podemos afirmar orgullosos que ninguna de nuestras tiendas sufrió el ataque de los mapaches campistas :D

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