Cuando estamos camino de la frontera (pt. 3)

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Llegamos a la estación del pequeño pueblo griego a la hora prevista. El tren debía pasar en la próxima media hora. Pasó más de media, y más de una. Matamos el tiempo con algunas dinámicas de escritura y mímica, explorando el entorno (vías de tren, y poco más) y calculando cuánto tiempo nos estábamos desviando del planing por esta vuelta hacia atrás.

Casi dos horas después, el tren por fin llegó. Tres horas hasta Tesalónica, donde debíamos comprar los billetes para el tren nocturno hacia Atenas. La parada fue del tiempo justo para comprar algo de comer, conseguir los billetes, y hacer el transbordo. Un único problema: el tren hacia Atenas estaba lleno. Ni un solo asiento disponible para esa noche.

No conseguir llegar a Atenas el lunes a primera hora, implicaba un día más de retraso en nuestro plan y, posiblemente, no llegar a París (última ciudad objetivo antes de volver a casa). Con muy poco tiempo para tomar la decisión, Isaac decidió arriesgarse, y compró billetes para ese mismo tren, pero 24 horas más tarde, con la esperanza de que el revisor no estuviera demasiado atento, y no se diera cuenta de que los billetes no correspondían al día en el que estábamos viajando.

Por una vez en las últimas horas, la suerte estuvo de nuestra parte, y nuestros billetes fueron aceptados. Eso sí, un tren lleno, significa que el único “asiento” posible es el espacio entre los baños y la unión entre vagones, un sitio no muy cómodo para pasar la noche, ni para intentar conciliar el sueño. Entre historias mitológicas, compañeros de viaje argentinos y turnos para usar la butaca plegable del pasillo, las horas pasaron, y nos acercamos a la capital griega.

Menos que más descansados, llegamos a Atenas al mismo tiempo que se apagaban las luces nocturnas, y el sol salía en el este de Europa. Las próximas horas iban a ser cruciales, pues dependíamos de la buena gestión de la embajada para que María pudiera seguir (o no) el viaje con nosotros…

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