Publicado

Salimos de nuestro albergue cerca de Quebec por la mañana en dirección al parque nacional Monts-Valin, donde teníamos la intención de pasar 2 noches de acampada. El GPS lo tenía claro, estábamos a unas cuatro horas de nuestro destino y la mañana fue discurriendo plácida por carreteras amplias y bien señalizadas. Primero cruzamos la ciudad con sus autovías, luego una carretera ancha con arcén hasta llegar a un cruce donde se indicaba el parque y se estrecha la calzada pero todo dentro de lo previsto. Después de una hora por esta carretera nuestro guía digital nos dice que hemos llegado a nuestro destino pero no hay señal de que hayamos llegado a ninguna parte, seguimos en la carretera, hace varios kilómetros que no hay casas, ni señales informativas, ni nada de nada más allá de árboles. Después de unos 20 minutos encontramos una casa entre los árboles, puede ser ahí, pero no hay ningún cartel, nos paramos a preguntar, pero no hay nadie. Seguimos adelante poniendo toda la atención en el entorno, buscando indicaciones ya que nuestro GPS no tiene ni idea y la cobertura del móvil es escasa. La carretera se convierte en camino de gravilla y finalmente aparece el cartel de bienvenida a la “casa del parque”, más de dos horas después de lo planeado al salir de nuestro albergue.

Hemos llegado, pero todavía tenemos que localizar nuestra zona de acampada. La chica de la recepción es muy amable y me explica con detalle las normas del parque y como llegar a nuestra parcela, es muy fácil, sólo hay que seguir el camino de tierra que sale del parking y tomar la tercera salida hacia la izquierda… a 45 minutos !! Acabamos de descubrir que Canadá es un sitio muy grande.

La verdad es que las indicaciones fueron muy fáciles de seguir y llegamos a nuestro destino sin problemas en algo menos de una hora. Allí nos esperaba un lago con el agua negra y tranquila como un plato de sopa, en medio de un bosque. Todo aquello era para nosotros y para otro campista que estaba en una furgoneta junto a nuestra parcela. La sensación de estar muy lejos de la ciudad se había hecho muy real. La civilización no obstante seguía muy presente después de haber pasado no menos de 7 horas en la furgoneta.

El baño en el lago fue espectacular, el agua tenía una textura difícil de explicar, más tarde alguien me contó que el color del fondo podía ser debido a los excrementos de castor… Pero lo que hizo que nos diéramos cuenta de que estábamos en tierra salvaje fueron los mosquitos, en cuanto se puso el sol salieron a comer y nosotros éramos el plato principal. Nuestras pieles estarían marcadas por ese atardecer durante semanas.

Autor

Publicado

Los trenes nocturnos siempre aportan experiencias y aquel no defraudó: Un tren de compartimentos, llenos hasta la bandera, dónde nuestro billete de inter-rail sólo nos ofreció el pasillo para pasar la noche. Empiezo el viaje de pie, con la mochila en el suelo y mirando por la ventanilla, intentando tener localizados a todos los chicos. No me resulta difícil encontrar gente con la que conversar en los trenes y esta vez no fue diferente, un compañero de travesía, al oírnos hablar, empieza a hablarme en español. Es un hombre polaco de mi edad, algo más joven tal vez, que vive a temporadas en España, trabajando como portero de discoteca en la costa catalana. Cuando no controla el acceso a los garitos de los vividores de la noche mediterránea entrena todo tipo de artes marciales y técnicas de supervivencia… esta mazas hasta las orejas.

La noche es larga y me va contando un montón de detalles interesantes de su vida, sus trabajos como escolta para gente rica, sus novias simultáneas en diferentes países, me enseña en el móvil fotos de su hija, me cuenta cómo son sus rutinas de entrenamiento corriendo a temperaturas bajo cero. ¿Quién necesita dormir con un compañero de viaje tan interesante?

Pero el entretenimiento no había hecho más que empezar. En una de las paradas se subieron al tren un grupo de jóvenes con el modo fiesta completamente activado, se instalaron en el espacio entre vagones junto a los baños y siguieron dándolo todo, gritando, bebiendo, ensuciando el suelo del vagón, fumando maría… no se privaron de nada. Estaban tirados en el suelo a apenas 3 metros de donde intentaban descansar mis chicos y esa era otra buena razón para mantenerme despierto, su actitud era algo agresiva, posiblemente por todos los tóxicos que estaban tomando, y se pasaban el rato abriendo y cerrando la puerta del pasillo.

A falta de un par de estaciones para llegar a nuestro destino, un hombre mayor que viajaba con mi compañero de tertulia se dirigió hacia ellos para echarles en cara su mal comportamiento (supongo que era eso, porque no tengo ni idea de polaco). La cosa se puso de repente bastante tensa y mi compañero tomo posiciones y, después de dar unas cuantas voces sacó a pasear un par de galletas que, según parece, había estado horneando durante las últimas tres horas, aguantando las impertinencias de la panda de jovenzuelos maleducados. Creo recordar que eran cinco contra uno pero, con la primera torta a mano abierta en la cara del que se puso farruco fue más que suficiente para que se encogieran como un acordeón. En un visto y no visto todo había acabado, mi compañero de viaje se despidió de mí y se fue con su maleta al otro lado del vagón para bajar en la siguiente estación.

Unos minutos más tarde llegamos a nuestro destino, la última estación en Polonia antes de la frontera con Alemania y allí llegó la final de esta apasionante noche en blanco. En el andén estaba esperando la policía, a la que parece había llamado el revisor, para seguir ajustando las cuentas. Mientras todos los pasajeros nos desperezábamos por la estación para coger el siguiente tren a Berlín, aquellos macarras, con las caras muy serias (alguno caliente también) se quedaban para explicarle a la autoridad lo que había pasado y posiblemente recibir alguna multa por comportamiento incívico.

Autor